Publicado en Rionegro.com.ar, 2 Abr. 2013
Pasan los años y, cuando se acerca el inicio el año escolar, a uno lo envuelve algo especial... No importan los años que hayan pasado de haber dejado la escuela primaria, porque uno siempre trae a la memoria aquel primer día de clases.
Si era la primera vez que se asistía, había un mundo nuevo que giraba alrededor de uno sin saber muy bien de qué se trataba. Lo seguro era que por varias horas no estaríamos en casa con mamá, hermanos y amigos, nos adentraríamos en un mundo nuevo, desconocido y, lo más llamativo de todo, solos. Pero dentro de ese frenesí de elegir la escuela, el guardapolvo, los zapatos y corte de pelo lo más cortito posible para ir impecables al debut escolar, comenzábamos a ver que había un universo nuevo de cosas que hasta ese momento veíamos muy lejano y prácticamente desconocido. Cuando los padres aparecían con el portafolios, ya uno quería saber para qué servía y qué tenía adentro, que estaba guardado como un secreto especial. Esos aparatos de cuero marrón claro u oscuro, con una solapa y varios compartimentos se convertiría en nuestro compañero inseparables por varios años y un lugar perfecto para nuestros elementos que nos permitiría pasar un rato ameno en los recreos, como bolitas, figuritas o algún otro juguete que sacábamos secretamente de casa.
Hoy, varias decenas de años más tarde, uno ve con melancolía aquel día previo a la primera jornada escolar. Más allá del miedo escénico de encontrarse con cientos de chicos en la escuela, miraba con cierto orgullo lo que ese portafolio contenía. Cuadernos prolijamente forrados con ese papel araña azul, verde o rojo; una cartuchera de madera que varios años después me enteré que se llamaba canopla y, dentro de ella, lápices de colores, negro, goma de borrar Dos Banderas (aquella roja para lápiz y azul para tinta, cuántas hojas habremos agujereado para borrar una letra de más o un resultado equivocado), sacapuntas -uno es especial en forma de guillotina, nunca más lo vi- lapiceras con distintas plumas, un tintero, un limpiaplumas, papel secante, un ábaco (contador) para aprender a sumar, restar, multiplicar y dividir, progenitora de la calculadora de bolsillo de hoy y una regla o escuadra. Por supuesto el peso del portafolio iba en aumento a medida que los días transcurrían, ya que a todo ese bagaje había que sumarle el libro de lectura y un manual, según el curso al que se asistía, un cuaderno borrador donde se ejercitaba las operaciones de matemática, o cuando se escribía mal una palabra la señorita o el maestro nos hacía escribirla varias veces para memorizarlas y no cometer el mismo error otra vez.
Así uno, desde el primer grado inferior, tomaba contacto con elementos que nos permitían conocer un nuevo mundo, porque a medida que se avanzaba en los estudios uno agregaba cosas más importantes, como un compás (varios modelos, pero había uno llamativo que uno incluía el lápiz directamente para formar los círculos, un transportador, plumines para hacer los contornos de los mapas o una figura que la señorita solicitara. Se lo calcaba del libro o manual y uno allí debía probar sus cualidades artísticas para demostrar que tenía no sólo buen pulso sino calidad para colorear cada provincia de la Argentina o país de América u otro continente, así como un paisaje, un rostro o una figura. Lo cierto que para llegar a presentar el trabajo aprobable había que pasar varias pruebas, es que la tinta china que utilizaba el plumín era espesa y, al menor descuido, se desparramaba y el dibujo ya no era lo mismo.
Pero para salvación de aquellos años para quienes el dibujo no era lo fuerte apareció el Simulcop... Sí, señor, el mejor dibujante, ya que era un sistema de papel de calcar con cientos y cientos de dibujos, desde paisajes, animales, planetas y los rostros de los patriotas. Allí estaba todo y uno se lucía si ponía empeño en colorear.
Lo que sí cambió el estilo y la forma de escribir fueron las lapiceras... En esa época la pluma era como un enemigo escondido; las letras salían perfectas siempre y cuando uno, con el codo o los dedos, no borroneara, y el desastre estaba en la hoja blanca del cuaderno y muchas veces en las manos, cara y en el guardapolvo quedaba la marca azul del descuido. Pero el sistema fue mejorando. Cuando aparecieron las lapiceras a cartucho o recargables fue un alivio; eran más limpias y seguras. Había tantos modelos y formas que se competía para ver cuál era la más linda, la de mejor trazo y la que no manchaba jamás.
Se puede seguir hablando de cientos de elementos que hoy en día prácticamente desaparecieron, como el vaso plegable para tomar agua en los recreos, los tinteros involcables, el portalápiz que servía para usarlo hasta lo más mínimo o los frascos de cola con pincel de goma para pegar figuritas en el cuaderno a manera de ilustrar el tema que fue dictado por la maestra o copiado de un libro.
Pasó el tiempo y ahora uno ve cómo cambió el equipo escolar de los chicos. Mochilas de colores, con figuras de las más variadas, que van desde el astro del deporte al ídolo de la música o la modelo o actriz de turno. El ábaco ya pasó a la historia frente a las calculadoras de bolsillo, los manuales Estrada o Kapelusz perdieron ante las netbooks y así el resto de los útiles escolares. Todo cambió, pero la nostalgia sigue intacta y, cuando uno va al armario, abre el portafolio y ve el plumín o la cajita de plumas o los resto de un tintero y una vieja goma de borrar se le viene a la memoria lo hermoso que fue la aventura de comenzar a transitar el camino a la educación.
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